REFLEXIONES NAVIDEÑAS Por Samael Hernández Ruiz
Por Samael HERNÁNDEZ RUÍZ
De niño la religión era para mí una indiferente cotidianidad. En mi familia, católica, ir a misa los días de santificar era para mi una verdadera tortura. Recuerdo que entonces el cura daba la espalda a los presentes, hablaba en latín y el calor era insoportable.
Asistir a misa o a cualquier otro acto religioso lo entendía como parte de la tradición de mi pueblo, casi todos lo hacía y me parecía lo más normal que nosotros también lo hiciéramos.
Dije “casi todos” porque, aún niño, me enteré que la familia vecina eran de una religión denominada espiritualista, cuyos rituales conocería después gracias a un amigo que jamás imaginé que tuviera inclinación por ese tipo cosas. Junto a la casa de mis vecinas, vivían mis primos que eran adventistas del séptimo día. Su padre otrora alcohólico, se había convertido a esa religión protestante para salvarse del vicio y era frecuente que otros hicieran lo mismo. En la religión católica, que alienta las celebraciones y las fiestas, es difícil que alguien pueda alejarse del vicio del alcohol.
El caso es que un día que jugaba sólo en la banqueta de mi casa, tendría que ser un sábado, la numerosa familia de mis primos pasó en fila india junto a mí, fue entonces cuando Romanita me invitó a ir con ellos al culto. En aquellos años, el pastor de la congregación adventista era nada menos que don Herón Ríos, suegro de don Andrés Henestrosa, padre de Alfa Ríos, esposa de Andrés.
La cercanía con que se oficiaba la liturgia en aquella comunidad religiosa, las palabras directas, sencillas, pero sobre todo la lectura de la Biblia, me encantó. Desde entonces, sin dejar de pertenecer a la iglesia católica, me volví asiduo lector de la Biblia y secreto admirador de los adventistas.
Mi fe religiosa sufrió un duro golpe cuando ingresé a la universidad en 1971, los profesores y mis condiscípulos, casi todos estaban enamorados de la ciencia y el marxismo. Socializar con ellos significaba en cierta medida hablar y comportarse como ellos. Yo sabía poco o nada de aquella nueva sociedad, todo me parecía novedoso, fuera de Juchitán el mundo era sorprendente: nuevos colores, gente de costumbres diferentes, un idioma, si no diferente, sí de uso generalizado ( mi idioma materno es el zapoteco), el castellano; pero sobre todo, aromas diferentes.
Pero no fue eso lo que golpeó mi fe sino las lecturas. Descubrí en una pequeña librería un ejemplar de la “Crítica religiosa”, una recopilación de escritos de Voltaire. El libro me llamó la atención, no por la crítica que prometía, sino porque me recordaba las pláticas enardecidas de mis compañeros de clase, quienes se llamaban a sí mismos “materialistas dialécticos” y ateos militantes.
Compré el libro por una modesta suma y me propuse leerlo. ¡Dios mío que terrible! Después de leer el libro durante toda la tarde y gran parte de la noche, no pude conciliar el sueño. La crítica de Voltaire al catolicismo y a la figura de Jesús era demoledora, no dejaba títere con cabeza. Consulté la Biblia con la esperanza de encontrar una cita equivocada del autor, pero no fue así: Voltaire parecía estar en lo cierto.
Mi preocupación entonces fue si creer en lo que Voltaire decía o seguir con mi fe católica; pero en la juventud y en mi caso, pudo más el qué dirán y mi condición, pensaba yo, de universitario; así fue como me volví también “materialista dialéctico” y ateo militante.
Años después, ya con alguna experiencia, revisé mi situación. Concluí que las creencias religiosas, como el propio viejo Voltaire aceptaba, y la ciencia, no tenían por qué estar reñidas. No lo pensé porque creyera que ciencia y religión se pudieran conciliar; sino porque responde a problemáticas diferentes de la existencia humana.
La ciencia refiere al conocimiento de la realidad, la religión en cambio tiene que ver con la dimensión de la ética y la espiritualidad; o mejor aún, de la moral realizada a través de la espiritualidad puesta en obra.
Me interesé entonces, casi diecisiete años después, en volver al estudio de los textos sagrados. Mi interés fue tal, que intentaba leer el Nuevo Testamento en su versión griega, hice mis pininos en el hebreo bíblico y leí otros textos sagrados de otras religiones. Me inicié incluso en los misterios de la Santería caribeña, conocí, como dije antes los ritos del espiritualismo; pero mi fascinación por la Biblia no fue superada por nada; mi curiosidad me llevaba cada vez más lejos. Mi interés fue centrándose en la relación entre el judaísmo y el cristianismo.
En esta ocasión el nuevo golpe a mis creencias fue tan demoledor como creativo. El estudio sin prejuicios del judaísmo, me mostró una religión esplendorosa, esclarecedora, muy al contrario de lo que piensan Schopenhauer y Nietzsche, que tienden más al hinduismo.
Pero el drama de mi creencia no se limitó a lo anterior; al descubrir al Jesús judío las cosas cambiaron radicalmente. Al respecto, recomiendo al lector interesado en estos temas, un pequeño ensayo de Ágnes Heller: La resurrección del Jesús judío de editorial Herder.
Como he dicho, mis lecturas me llevaron al judaísmo, y de allí, fue fácil toparse con autores, tanto cristianos como judíos, que investigan con seriedad académica los orígenes del cristianismo y su versión católica. De ellos aprendí que al Nuevo Testamento y a Jesús el Nazareno, sólo se le puede comprender cabalmente si se es judío.
De allí mi drama personal, todas mis lecturas, todos mis aprendizajes parecieron irse al bote de la basura. Nada me podría hacer comprender la Biblia con profundidad y menos desde mi cultura cristiana, porque además no nací ni soy judío.
Mi desolación afortunadamente duró poco. Entendí que planteadas las cosas desde mi soledad, nada tenía remedio; pero recordé las enseñanzas de un teólogo católico, Hans Küng, que afirma que una moral universal es necesaria, y que el diálogo entre las religiones es más que conveniente. Yo invierto un poco los términos en el caso de la relación entre judaísmo y cristianismo: para un cristiano o un católico, la comprensión de su texto sagrado, pasa por el aprendizaje con un rabino; y un judío, difícilmente podrá llegar al corazón de su ética religiosa, sino aprende las enseñanzas de Jesús de Nazaret.
Más allá del historicismo ramplón sobre la vida de Jesús y nuestra desconfianza hacia los judíos; creo que debemos transformar el sentido de nuestras fiestas navideñas y pasar de la frivolidad consumista y pachanguera, a la reflexión cuidadosa sobre el significado profundo de la ética religiosa y las posibilidades de una espiritualidad ecuménica.