Cuando la naturaleza nos aterra
Por Samael HERNÁNDEZ RUÍZ
Despertar, ver el cielo cuando el sol se asoma y respirar el aire fresco de la mañana son experiencias que animan a dar gracias por la vida. La naturaleza nos provee de un territorio y un nicho de vida con oxígeno, agua, alimentos, refugio y materiales útiles para nuestra existencia, porque al final de cuentas somos parte de ella y vivimos gracias a ese hecho esencial.
Hay algo que es nuestra circunstancia humana y que llamaré “Mundo”, que por cierto tiene una etimología curiosa proveniente del latín (mundus, mundi) que significa limpio, ordenado. Hay otras interpretaciones que vinculan la palabra mundo con un cofre en el que las mujeres guardaban sus cosméticos con un orden determinado. Sin importar demasiado el origen preciso de la palabra “Mundo”, lo que quiero destacar es que su uso indica nuestro distanciamiento de la naturaleza: ya no es el orden natural el que impera, sino el orden del homo sapiens, el Mundo o el Cosmos como le llamaban los griegos.
Lo que llamamos cultura es parte de ese orden que emergió de la propia evolución del homo sapiens,y a la forma de organización que asume, sociedad. Cultura y sociedad constituyen un binomio inseparable cuyos componentes se realimentan mutuamente provocando una dinámica que estudian las ciencias sociales.
Es importante destacar que, aunque el Mundo se constituye como orden humano desde la aparición del homo sapiens, su modo de operar como “distancia” entre naturaleza y sociedad fue al principio muy “corta” y difusa: el orden natural imperaba sobre el Mundo.
Las sociedades prehistóricas se regían por el orden que marcaba el resto de la naturaleza: los alimentos se recolectaban o cazaban, no se producían, los refugios se localizaban y percibían como lugares seguros, no se edificaban, la distribución de los bienes básicos se hacía según la necesidad de los miembros del grupo, no se compraban, etc..
Quiero destacar algo de todo lo anterior cuando hablo de “refugios”: el peligro no estaba, ni está en la naturaleza, sólo se comprende como tal cuando estamos presentes ante él. Por ejemplo una cascada no es un peligro “natural”, sólo lo es si estamos al borde de ella con una canoa o nadando. El peligro entonces no es inherente a algo; sino una construcción social. Cuando se toma la decisión de aproximarse a algo que para nosotros puede ser peligroso, decimos que corremos o aceptamos un riesgo.
El orden de la naturaleza no es malo ni bueno, es algo que no encuadra ni en la ética, ni en nada que venga de la cultura; el orden natural simplemente es. Los seres humanos en tanto nos apegamos al orden natural, es decir, en tanto nos comportamos como parte del orden natural, corremos menos riesgos. Por ejemplo, aunque cazar a un animal implica correr un riesgo, es más peligroso no cazarlo, porque de no hacerlo moriríamos irremediablemente. Esta asimetría del riesgo es lo que expresa el equilibrio de energía de la naturaleza: unos mueren para que otros vivan, pero sólo si se compensa lo que vive con lo que muere y al revés; cualquier exceso en los términos produce desequilibrio, en otras palabras: aceptar más riesgos de los estrictamente necesarios para vivir, provoca desequilibrios en cadena.
El mismo equilibrio vale para las cadenas alimenticias o los sistemas ecológicos, cualquier desequilibrio hace que se recomponga todo el sistema.
En el transcurrir de la historia del Homo Sapiens, el Mundo se sobrepuso al orden de la naturaleza y lo hizo de manera desmedida: cambió la configuración del planeta. Homo Sapiens cambió el curso de los ríos, los contuvo con represas, explotó minas socavando la corteza terrestre y contaminando las aguas, le “robó” terreno al mar, inundó valles, destruyó especies enteras, extrajo petróleo causando cavernas inmensas y contaminando el aire, construyó carreteras, destruyó bosques y selvas completas, agotó tierras fértiles y contamino tierras estériles con agroquímicos para hacerlas producir, manipuló el ADN de animales y plantas y muchas otras actividades que desde la perspectiva cultural son revoluciones científicas y proezas humanas; pero si las evaluamos desde el orden natural son aberraciones.
En gran medida el costo de estas aberraciones de nuestro progreso lo estamos pagando con desastres que nos cobra la naturaleza. Cuando edificamos en antiguos causes de ríos, en zonas sísmicas con diseños de otras regiones no-sísmicas, cuando construimos casas en laderas, cuando diseñamos y habitamos ciudades completas sobre fallas geológicas, cuando fabricamos bombas atómicas y las hacemos estallar bajo tierra, cuando edificamos complejos químico-industriales en zonas pobladas, cuando llenamos de basura el espacio, cuando hacemos la guerra por estupideces de una élite o cuando matamos animales incluyendo al homo sapiens sin compensar el equilibrio energético natural, estamos provocando un desastre.
Cuando violamos el orden natural corremos riesgos, cuando estos riesgos se hacen realidad lo hacen como desastres que calificamos como “naturales”, como si la naturaleza se ensañara con nosotros; no entendemos que somos nosotros quienes nos exponemos a una fuerza infinitamente más poderosa que toda nuestra especie junta; una fuerza que es capaz de aplastarnos como insectos o como a pedazos de roca.
Para quienes siendo religiosos reniegan de Dios, como cuando los bárbaros asolaron a Roma en tiempos de Agustín de Hipona, les digo que ni Dios ni la naturaleza son culpables de nada; son entidades que están, o en la cima o por encima de nuestras construcciones culturales y a quienes recurrimos para rogar clemencia, consolarnos o acusar de nuestras desgracias; todo a causa de nuestra incomprensión.
Toda nuestra ciencia debió servir para entender mejor el orden natural, para construir un Mundo acorde a él; pero en el Mundo capitalista de hoy, esa ciencia está bajo el dominio de intereses a los que solo les importa la ininterrumpida acumulación de capital para garantizar la existencia de algunas familias todo poderosas que controlan al Mundo del homo sapiens.
Las desgracias que hoy viven miles de mexicanos en la Ciudad de México, en Oaxaca, Chiapas, Morelos, Puebla y Guerrero, los muertos y los abandonados en su desgracia, son la expresión de la inconsistencia de este Mundo, con todo lo que tiene de transgresión de lo natural, la ignorancia del riesgo, la “política” de la corrupción y la corrupción de la política.
Si algo se puede decir de estas desgracias, además de lo mucho que nos duelen, es que nos muestran el Mundo que hemos construido desde su sótano pestilente y la podredumbre que encierra.
Si algo se puede decir de estas desgracias, además de nuestra admiración por los héroes que luchan sin descanso por rescatar lo rescatable, es que nos indican lo que no puede permanecer en México.
Si algo se puede decir de estas desgracias, además de rezarle a nuestros muertos, es que México debe cambiar si no queremos que la reconstrucción del país repita las aberraciones y vulnerabilidades del Mundo que hemos construido y que unos pocos nos obligan a vivir como individuos en desgracia, aterrados por la naturaleza.
Si algo se puede decir de estas desgracias, además de la rabia contra quienes lucran con nuestro sufrimiento, es lo dicho por Sartre y que parafraseamos : México será aquello que seamos capaces de hacer con lo que queda de él.
Saludos afectuosos
Samael Hernández Ruiz