Opinión 

El comentario de hoy, martes 7 de noviembre 2023

Pasó el festejo del “Día de Muertos” y “Los fieles difuntos”. Comparsas por aquí y por allá. Fiesta de disfraces y el jolgorio sin freno. Las calles del Centro Histórico y algunos barrios, a reventar de turistas del país y el extranjero. Nuestros panteones de fiesta. Tríos, bandas de música, cervezas y mezcal para acompañar a quienes ya se fueron. Oaxaca parece ser, estado y capital del alboroto perpetuo. Para el circo no tenemos competencia.

Que La Guelaguetza del Mar, que los festivales de los moles, el antojo, el tejate, el mezcal, el mole de caderas, el quesillo, la tlayuda, etc. Un abultado directorio de fiestas, con el que paliamos nuestra pobreza ancestral y olvidamos el rezago en que hemos vivido. Para el extranjero que nos visita por primera vez, somos fiesteros como nadie. Y, para la Secretaría de Turismo, hay que promover más, pues para el huateque nadie nos gana y para inventar motivos, menos.

Sin embargo, la falta de cultura para la atención a los visitantes hace que aquí, en materia de abusos, como se dice vulgarmente, hasta el más chimuelo masca clavos. La fiesta de los muertos fue festín de los vivos. Cobros excesivos, cuotas arbitrarias, malos servicios. Por ejemplo, varias comunidades del Valle de Etla, en donde se acostumbran las llamadas “Muerteadas”, como Soledad o Guadalupe, criticaron con dureza la pretensión de San Agustín, de cobrar mil pesos a participantes y asistentes a su evento anual.

Hace días criticamos la controvertida autenticidad oaxaqueña en el llamado Festival del Mole de Caderas, pero más aún, del costo del platillo. Y es que nos estamos llenado de mitos y ficciones, sobre todo en la gastronomía. Con el debido respeto, ya existe un abultado directorio de “cocineras tradicionales”, de chefs y de maestros mezcaleros. Ir a comer a sus negocios es algo sencillamente imposible para el magro presupuesto del oaxaqueño de a pie y de muchos turistas de recursos limitados.

Hay excesos y abusos, incluso en el lenguaje. Mucho se habla de la cocina fusión y cuando se puso de moda todo lo indígena, en los años noventa del siglo pasado, se habló incluso de la etno-cocina, etno-bar, etno-botánico, como si la degustación, el paladar o nuestra riqueza en variedad de especies naturales, tuviera el ADN de alguno de nuestros 16 grupos etno-lingüísticos. La tradición se ha convertido en un negocio, en una mercancía, más rentable en tanto más sofisticada y llena de elementos extraños. A la yerba santa ya no se le dice tal, sino hoja santa, como en otros estados del país. Sólo falta que a nuestras tradicionales memelitas se les llamen sopes o al tasajo, cecina. En pocas palabras, en afán de agradar al turismo económicamente fuerte, a los barones del dinero que vienen a comer de vez en cuando o a los fifís, hemos ido perdiendo identidad y lo genuino. O aquello que Nietzsche llamó el eterno retorno: “la recreación perpetua de nuestro origen”. (JPA)

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