Opinión 

El comentario de hoy, martes 4 de septiembre, 2018

Los libros de historia revelan que la humanidad vivió, de los siglos trece al dieciséis, una época de oscurantismo. A esa etapa se lo conoce como Edad Media o Medioevo. La Iglesia y el fanatismo establecieron una época de terror. Cualquier denuncia de brujería, herejía, apostasía o práctica que no comulgara con el dogma religioso, era tomada por la Inquisición o el Santo Oficio, para condenar, torturar con instrumentos sofisticados para infligir dolor y, llevar al acusado a la hoguera.

Las crónicas medievales cuentan que la quema de supuestos herejes o brujas, con leña verde, se convirtió en un espectáculo público. Se alimentó el espíritu animal de la gente. Igual lo fueron los ahorcamientos o la muerte con guillotina de Dantón, Luis XV, María Antonieta, Robespierre, Marat y otros personajes de la Revolución Francesa, en la hoy conocida como Place de la Concorde. Hay un goce enfermizo de la especie humana por la agonía de sus semejantes. Igual en las lapidaciones, degüellos y ahorcamientos hoy en día en el Medio Oriente. La bajeza y la crueldad humana no tienen límites.

En la obra del filósofo francés Michel Foucault, “La vida de los hombres infames”, se da cuenta de castigos, torturas y prácticas de sadismo en contra de enfermos mentales, supuestos criminales y personajes estigmatizados por la sociedad o un grupo social. Sin embargo, aún en la época medieval, eran llevados a juicio. Pero por lo que hemos visto en los últimos tiempos, sólo basta que una multitud señale –con razón o no- para que una jauría se lance, lapide, ahorque o incinere a aquellos a los que no les han dado la oportunidad de aportar o explicar elementos sobre su inocencia o culpabilidad.

Con lo que ocurrió hace unos días, en Acatlán de Osorio, Puebla, en donde dos hombres fueron detenidos, sacados de prisión, arrastrados e incinerados vivos, frente a una muchedumbre que gritaba frenética, arrojaba gasolina y aún grababa en sus teléfonos celulares el suplicio, hemos perdido nuestra capacidad de asombro y hace presumir que hemos llegado a situaciones de indolencia y crueldad inéditas.

Sociólogos o psicólogos pueden devanarse los sesos para encontrar una razón de tal comportamiento criminal en los linchamientos. ¿Desconfianza en la justicia? ¿Hartazgo del gobierno? ¿Frustración, pobreza, desempleo? ¿Deseos de venganza? Con certeza nadie se puso en la piel de los sacrificados. Ahora cualquier hijo de vecino, arropado por una multitud cobarde, con el banal argumento de que se trata de roba-chicos, puede convertirse en criminal sin recibir castigo, mientras el Estado y sus instrumentos sólo se encogen de hombros. (JPA)

Leave a Comment