Ante los nuevos tiempos en México, ¿habría que repensar el papel de la censura?
Al Margen
Adrián Ortiz Romero Cuevas
Miércoles 25 de julio de 2018.
No debería sorprendernos que hoy los medios de información, en cualquier rincón de nuestro país, sigan sometidos a diversos tipos de censura. Aunque en teoría parecerían haber quedado atrás aquellos tiempos en los que desde el sector oficial se imponían severos cánones sobre lo que se podía, y lo que no, publicar, hoy nos encontramos con nuevas formas de presión hacia los medios de información, respecto a su labor que parecen transformarse permanentemente a la par de las decisiones democráticas de la mayoría. Nadie que conoce bien las entrañas de la prensa, podría dar como válida la afirmación de que hoy, a diferencia del pasado, este oficio se ejerce con plena libertad.
En efecto, no es difícil suponer que la censura como la conocemos actualmente, se generó desde el momento mismo en que se inventó la imprenta, e incluso que ésta existe desde antes. Históricamente, la censura se estableció como un medio de control a la actividad periodística y a la creación artística.
Incluso en México, existen numerosas historias de cómo, en el siglo XIX, existían representantes del gobierno en los talleres en los que se elaboraban e imprimían los periódicos, para revisar, previo a su publicación, cuál era el contenido del mismo y vetar lo que resultara inconveniente a los intereses del gobernante en turno. También existen historias, no menos numerosas, de cómo ante cualquier sublevación o intento de motín en contra del gobierno, o cuando se quería dar un golpe de timón, una de las primeras acciones que se tomaba era la de ir a clausurar los diarios y confiscar las máquinas con las que se imprimían los diarios.
A raíz de esa práctica, fundada esencialmente en la censura, fue que el Constituyente de 1917 estableció las bases sobre la libre expresión y publicación de ideas. En estas garantías fundamentales se establece la libertad de todas las personas a pensar y expresar sus opiniones sin más cortapisas que el orden y la paz pública, y la salvaguarda de los derechos de terceros. Asimismo, impuso la prohibición al Estado del ejercicio de la censura previa, el secuestro de cualquier maquinaria relacionada con la prensa por considerarla como el objeto de la comisión de algún delito, así como el encarcelamiento de los operarios, papeleros y los empleados de dichos establecimientos.
Es decir, que fueron candados a las viejas prácticas de censura institucionalizada, que ocurrían hasta entonces y que incluso se fueron replicando con el tiempo a través de “pequeños” mecanismos de control de las publicaciones, tales como el que hubo durante mucho tiempo relacionado con la venta de papel para la impresión de publicaciones periódicas, entre varios otros mecanismos “alternos” del Estado para mantener cierto control sobre lo que se publicaba y para presionar, si así fuera el caso, para que se abandonara cierta línea editorial o de plano ahogar a una publicación a través de algo tan básico como la carencia de papel para ser impreso.
En todo esto, ninguna de las modificaciones constitucionales, ni mucho menos, terminaron con la censura. Aunque la libertad de pensar y escribir opiniones libremente, fue entonces coartada fundamentalmente por dos vías: la cooptación o la violencia. Oficialmente la censura estaba desterrada. Sin embargo, en la historia contemporánea del país existen incuantificables casos de agresiones contra periodistas como consecuencia de su trabajo e investigaciones. Y son mucho mayores, las de aquellos que ante las ofertas tentadoras del Estado asumieron una posición orgánica y de dependencia, a cambio de dinero, prebendas y favores conducidos desde el poder.
Por lo menos en el último siglo, contando entre ese tiempo el presente, la censura se ejerce a través del “no te pago para que pegues”, que hizo célebre el presidente José López Portillo. ¿Qué significa? Que los gobiernos controlan a la prensa a través de la compra de publicidad. Si la crítica es desfavorable al poder, entonces dejan de comprar. Y como, en su mayoría, los medios tienen una capacidad económica limitada, la falta de ingresos por concepto de la publicidad oficial se convierte en una merma insalvable.
El problema, en todo esto, es que no es el gobierno o el gobernante quien “paga”, porque éstos cubren las pautas publicitarias a los medios nada menos que con dinero público. Es decir, con recursos económicos del pueblo. Por lo que son ellos los que administran, pero no los que pagan.
Sin embargo, esta es una práctica aceptada por todos los involucrados. Pocos parecen haber reparado en que el presupuesto público destinado a la compra de espacios publicitarios debería tener una regulación estricta, y no seguir siendo todo lo censora y discrecional que es ahora. Nadie toca el tema, porque parece que a nadie le conviene cambiar el estado de cosas.
EL PEOR OFICIO
En su libro “Contra la censura”, John Maxwell Coetzee (Premio Nobel de Literatura 2003), hace una relatoría puntual en la que establece que el oficio de censor, bien puede ser el más indeseable del mundo. Señala que desde siempre existieron censores que revisaban el arte, la literatura, y después el periodismo. Pero que, en realidad, siempre existió una disyuntiva enorme entre quienes realizaban el trabajo de la censura, pues el censor resultaba ser alguien que contribuía en nada a la sociedad.
Tendríamos que preguntarnos cuál es la base de dicho razonamiento. Y parece ser la siguiente: la censura podría ejercerse inteligentemente por los hombres más cultos y entendedores de la actividad que buscarían controlar. Sin embargo, es parte de la naturaleza de todo hombre inteligente negarse a cualquier forma de censura, y menos cuando ésta tuviera que ser ejercida y aplicada por ellos mismos. Es decir, que un hombre inteligente jamás sería un censor de la actividad que él mismo realiza, por la sencilla razón de que ese tipo de personas eligen qué leer y qué discernir, sin permitir que algo o alguien les imponga prácticas, ideas o convicciones.
Por eso, la tarea del censor siempre se encuentra en hombres desprovistos de un criterio sólido, de convicciones y de una cultura importante. Es decir, que el que es censor se dedica a eso porque no le queda de otra, porque lee y piensa en la medida y características que otros —personas e intereses— le imponen; y porque éste mismo no tendría la posibilidad de ejercer otro oficio que fuera la contraparte de la censura. Y por esa razón, cargada de mediocridad, alguien que ejerce el oficio de censor es un ser que la sociedad no necesita, y al que tampoco extrañaría si en algún momento dejara de existir.
NUEVA CENSURA
Hoy, la censura se sigue dando desde el poder, desde los intolerantes que no comprenden que la crítica fortalece cuando lo que se critica está fundado en la razón. Sobre esto, pareciera que estamos reviviendo algunos capítulos de intolerancia que al menos en México, creíamos ya en el pasado. Pero también se sigue dando desde la violencia, y desde los efectos de las ondas criminales que azotan a México. Hay un pedazo de la historia del país que hoy mismo está dejando de contarse, por las presiones de censura que resiente la prensa y que a pesar de la década que tenemos viviendo los horrores de la lucha contra el crimen organizado, tales ataques contra los informados no sólo no se han detenido sino que han ido en una ola alarmante de aumento. En este periodo de oscuridad para México, es cierto que la primera sacrificada ha sido la paz, pero junto a ella lo ha sido la verdad. Y eso es abominable.
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