Al Margen 

A pesar de las dudas, México sí estaba preparado para el arribo del supuesto ‘candidato antisistema’

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Adrián Ortiz Romero Cuevas

Martes 3 de julio de 2018.

A partir de las 20.30 horas del domingo, México demostró que estaba preparado para lo que nadie creía: el candidato supuestamente antisistema, aquel que había cuestionado a las instituciones democráticas y que había puesto en duda la credibilidad y certeza del proceso electoral, se alzaba con una victoria aplastante sobre todos sus adversarios. Y no sólo eso: minutos después de haberse dado a conocer los primeros datos preliminares sobre el resultado de la elección, sus tres competidores en la carrera por la Presidencia de la República, salieron a reconocer el resultado y, no sólo eso, sino también a felicitarlo. Poco a poco, las voces de propios y extraños se sumaron a lo que ya habían hecho los ciudadanos: expresar pacíficamente su voluntad y reconocimiento a favor de la mayoría. México sí estaba preparado, pues, para lo que nadie creía.

En efecto, hoy podemos ver en perspectiva la larga trayectoria que ha tenido el país en la construcción de su democracia. Plagada de tropiezos y de sinsabores, queda claro que este proceso de transición inició luego de la matanza del 2 de octubre de 1968, y que tuvo sus primeros reflejos claros en la elección presidencial de 1988, cuando hubo un cuestionamiento claro al resultado electoral, y un primer señalamiento de fraude. Al margen de lo que se diga, quedaba claro que el régimen de partido hegemónico (el PRI corporativo, avasallante y unívoco de aquellos años) no permitiría una transición como la que ambicionaron quienes construyeron el Frente Democrático Nacional, pero tampoco podría ser capaz de frenar la construcción de ese proceso de transición que, al menos en el ámbito electoral, hoy vemos consolidado.

Lo cierto es que a partir de 1988, México inició una carrera democratizadora llena de claroscursos pero con resultados tangibles 30 años después. A partir de ese año comenzó el proceso de separar del Ejecutivo a las instituciones encargadas del ejercicio de la democracia representativa, de dotarlas de autonomía, y de ciudadanizar los procesos relacionados con el ejercicio del sufragio. A la par de ello, las fuerzas opositoras iniciaron un proceso largo y complejo de empuje hacia la segunda fase de la apertura democrática.

La primera había ocurrido con la reforma política de 1977, cuando se reconoció la existencia, y se incluyó la representación de los partidos opositores de izquierda que habían estado en la ilegalidad. Y esa segunda fase –impulsada luego de la elección de 1988, y consolidada luego de la primera alternancia de partidos en el año 2000— consistió en el empuje del respeto y ejercicio pleno de libertades fundamentales como la de expresión, asociación en fuerzas distintas al partido oficial, de competencia democrática y de cuestionamiento libre al régimen gobernante sin el temor a ser reprimido por expresar sus ideas y disensos.

Pareciera que en esa segunda fase se luchó por algo que ya existía. Aunque en realidad lo que pasaba, es que esas libertades estaban escritas en el texto constitucional desde el inicio de su vigencia, pero no eran ejercidas por quienes tenían temor de ser censurados o reprimidos, y tampoco eran respetadas por quienes seguían ejerciendo la práctica de los “ierros” —encierro, destierro o entierro— ideada por Gonzalo N. Santos, uno de los constructores del régimen que había sido derrotado en la elección del año 2000, en contra de cualquiera que no estuviera de acuerdo con sus políticas, prácticas o proyectos.

A partir del año 2000, la censura y la intolerancia comenzaron el proceso de vencimiento por una ciudadanía exigente o pujante. Y la tercera fase consistió en generar ciertas condiciones para que hubiera una tercera opción en la Presidencia. Se intentó en 2006 con un resultado cuestionado; se volvió a ensayar en 2012, cuando la ciudadanía asumió que el fracaso de los doce años de la primera alternancia se resolvería con un aparente regreso al pasado; y finalmente llegamos a esta elección, en la que ya había señalamientos fundados de un aparente acuerdo entre cúpulas para impedir el paso de la tercera vía.

Esa tercera vía, en su momento cuestionó y repudió a las instituciones y las normas que decía que estaban hechas para proteger a quienes no permitirían su ascenso al poder; también señaló a quienes veía como los protagonistas de esa gran empresa destinada a frenarlos. Cuestionó a lo que denominó “la mafia en el poder”, y dudó de las instituciones que se habían ido construyendo a fuego lento. Incluso, hace poco tiempo advirtió lo que podría ocurrir si se repetía un fraude electoral: habría un tigre suelto en el país, y no habría forma de que algo así fuera contenido.

 

RESULTADO NECESARIO

“El país ya no aguanta más”, se dice y con razón. El país carga no sólo con seis años de agravios, sino con un ánimo profundo de reivindicación de los esfuerzos y sacrificios que han hecho no sólo los luchadores sociales, sino quienes han puesto su bienestar en juego en pos de un proyecto que desde hace tiempo pareció haber llegado a su clímax, y que hoy genera más dudas que certezas sobre su utilidad y viabilidad para México. Por eso, el resultado de la elección de ayer era no sólo previsible, sino necesario, porque para la mayoría era necesario seguir avanzando en este ejercicio democrático de “prueba y error” que ha dejado un saldo rojo que nadie sabe si podrá ser revertido.

La tercera vía luchó y alcanzó el poder con el respaldo de la mayoría. Lo hizo sin que hubiera visos de fraude. Lo logró a pesar de las posibles confabulaciones o acuerdos cupulares en su contra. Lo hizo con un resultado implacable e incuestionable hasta por el más fervoroso de sus adversarios. Y lo hizo con el respaldo de una ciudadanía que salió ordenada y ejemplarmente a votar, y que ejerció sus derechos políticos civilizada y pacíficamente, en una jornada en la que no hubo violencia que determinara, ni coacciones que valieran, y mucho menos movilizaciones que pudieran detener lo que la mayoría quería.

Todavía antes de las 20 horas del domingo 1 de julio, había quien se cuestionaba si en realidad la mafia en el poder permitiría el triunfo del supuesto candidato antisistema. Supuesto, porque a pesar de cuestionar y disentir, ese candidato siempre jugó dentro del marco de la ley: fue, nos guste o no, una lucha por el poder y no contra el poder, porque lo primero que hizo al saberse ganador fue reconocer a la Constitución, a las instituciones de la República, y a la mayoría civilizada que se expresó a su favor a través de las urnas. Por eso refrendó —y ojalá así lo haga— su respeto al orden democrático, a la ley, y a las reglas políticas establecidas en el devenir histórico de nuestra nación.

 

SUMA

Luego vino la suma. Sí, la suma de todos los factores reales y formales del poder que, igual que él, decidieron no romper el orden ni cuestionar el ejercicio democrático de los ciudadanos. Por eso, en pocos minutos, el Presidente, los ex Presidentes, líderes políticos, partidistas y sociales, empresarios —y hasta los adversarios históricos del ganador de la elección— salieron a reconocer su triunfo. Lo hicieron no como parte, sino como reflejo instintivo de la sociedad madura en la que se dieron cuenta que viven. Por eso nadie rompió ni cuestionó. Con eso, todos demostraron que las instituciones nacionales son lo suficientemente robustas como para responder a las decisiones que podrían parecen impensables hace —relativamente— muy poco tiempo.

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